En una reunión, una amiga me presentó a su marido quien inmediatamente me dio un apodo que repitió sin cesar durante toda la noche. Ese señor no me conocía y el tono burlón que utilizó y lo seguido que lo hizo me echaron a perder la velada. Asumo que lo hizo por vacilón o por hacerse el interesante que se yo.
No saben lo irritante que puede resultar un apelativo, por más cariñoso que se pueda definir, porque presenta una imagen unilateral o unidimensional de un ser humano. Los apodos, sobrenombres y otros calificativos basados en una característica física o la profesión que uno ejerce, terminan por abrumar porque de alguna manera, son despectivos o implican de manera subliminal cierto desprecio o burla.
La palabra “apodo” viene del latín “apputare”, que significa evaluar. Según la Real Academia Española, es un «nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia… pueden estar motivados para despreciar o ridiculizar a algo o alguien”.
El respeto se genera a través del reconocimiento de la valía que cada ser humano tiene por el solo hecho de ser persona.
Respetar a alguien nos permite ser más comprensivos, tolerantes y pacientes con la persona con la que nos toque relacionarnos.
Los apodos, motes, seudónimos o sobrenombres o como los quieras ver son calificativos que se usan para dirigirse a alguien en lugar de hacerlo por su propio nombre, pero de manera cómica o satírica. Llamar constantemente “gordo” a alguien con sobrepeso, “chomba”, “chino” o “chinito”, “cholo”, por el origen étnico de la persona, no denota respeto ni mucho menos.
Desde la infancia a mis hermanos y a mi, nuestros padres nos inculcaron tratar con respeto a todo el mundo, no importara la edad que tuvieran. Si íbamos a la tienda, era a “la tienda” y no “donde el chino” y al llegar no se le llamara “paisanito” sino señor fulano de tal. Igual pasaba con el conserje que era calvo y todo el mundo lo llamaba cocoliso y nosotros éramos los únicos que le decíamos señor.
Ahora bien, hay apodos familiares que arrastramos desde nuestra más tierna infancia y que se dieron con mucho cariño: Tonito, Luchín, el Baby, Pototo, Bebita, Muñeca, “Papo” “Tilingo” etc. Estos apelativos “cariñosos” persiguen a esas personas a través de su vida estudiantil y luego profesional y conocemos de exitosos hombres políticos que no se han podido deshacer de esos apelativos que los adversarios y los burlones usan hasta la saciedad.
Dejemos los apodos para el ambiente estrictamente familiar y respetemos a la persona que llega a pedirles “por favor no me llames así ante los demás”. Imagínense un poderoso hombre de negocios llamado familiarmente “Cuacuá” o “Pato” porque de pequeño tenía las piernas arqueadas. ¿Hay algo de cariñoso en ello? A uno de nuestros grandes cantantes, le decían “Cabeza de Huevo” en el recreo y ese nombre lo persiguió por años.
El apodo o sobrenombre es una “forma aparentemente cariñosa de agredir y discriminar; significa el intento de rebajar al otro a la altura del que se atreve a etiquetarlo, subrayando usualmente una falla, defecto o una característica física anormal, expresando la disposición de no considerarlo digno de ser llamado por su propio nombre”.
Toda persona merece que se le llame por su nombre. Estoy segura que a muchos les dará igual, pero no tienen idea de la cantidad de personas que sufren en silencio por esto. Y con la cantidad de mensajes en privado que recibí esta semana lo compruebo aún mas.
Así que, aunque algunos me tildarán de “acomplejada”, que para nada es el caso, me rehuso a que se me llame por un calificativo basado en algún atributo físico o algún rasgo de mi personalidad o por lo que hago aunque sea por halagarme. Si no están de acuerdo con mi punto de vista, por lo menos concédanme el respeto que me merezco y llámenme “Tania”, nombre que me dieron mis padres al nacer.
Y a ti, ¿te molestan los apodos?
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